En cierta ocasión un hombre fue a visitar a un anciano que estaba considerado como un maestro iluminado…Llevaba la intención de poder ser discípulo suyo y aprender de su conocimiento. Cuando llegó a su presencia, manifestó sus intenciones pero no pudo evitar dejar constancia de su experiencia en la búsqueda y de sus logros. En un momento de la visita, el maestro lo invitó a una taza de té. Cuando la humeante tetera llegó a la mesa, el anciano empezó a servir la infusión sobre la taza de su invitado. Inmediatamente la taza comenzó a rebosar, pero el maestro continuaba vertiendo té impasiblemente, de tal modo que el líquido alcanzó el suelo.
-¿Qué haces?- clamó el hombre-¿No ves que la taza está ya llena?
-Ilustro esta situación- contestó el maestro- tú, al igual que la taza, está lleno de tus propias creencias y opiniones ¿De qué serviría que yo tratara de enseñarte nada si antes no te vacías?
Solemos mostrarnos como el hombre de la historia zen. Decimos que queremos aprender, pero no es verdad. Habitualmente buscamos personas que nos confirmen que nuestro conocimiento es el “auténtico”, y si sus opiniones no coinciden con lo que “ya sabemos” o entran en conflicto con nuestras creencias, las relegamos como falsas. Incluso a veces buscamos el reconocimiento o el aplauso de otros a los que intentamos demostrar el nivel que ya hemos adquirido. También en otras ocasiones lo que deseamos es la confrontación, la polémica que nos permita dejar constancia de “donde estamos” y “quienes somos”. Pero es muy difícil vaciarse. Ya se señala en todas las tradiciones la dificultad del “aprender a aprender”. Y este proceso pasa por las etapas del desaprendizaje. Toda adquisición de conocimiento verdadero pasa inevitablemente por una desestabilizante, pero precisa y preciosa, fase de retorno al “desconocimiento”, a la inocencia. Un requisito indispensable, sin el cual según muestra el cuento, ningún aprendizaje es posible.