Una lechuza y una tórtola se habían hecho buenas amigas, pero un día la tórtola vio como su compañera se preparaba para marcharse, por lo que le preguntó:
¿Te vas de viaje?
Si, muy lejos de aquí- contestó apenada la lechuza.
Pero ¿por qué?- se extrañó la tórtola.
Porque a la gente de este lugar no les gusta mi graznido, se ríen de mí, se burlan y me humillan- dijo la lechuza suspirando.
Después de escuchar a su amiga, la sabía tórtola se quedó pensando unos instantes. Al fin dijo:
Si puedes cambiar tu graznido, es buena idea que te marches, aunque a decir verdad, ya no necesitarías hacerlo pues nadie se burlaría. Si por el contrario no puedes cambiarlo, ¿qué objeto tiene que te mudes? Allí donde acudas encontrarás también gente a la que no le guste tu graznido y te tratarán igual que aquí. Entonces ¿qué harás?,¿volver a huir de nuevo?
Siempre tenemos la esperanza de que el mundo cambie a nuestro alrededor simplemente aplazando o desplazando los problemas: en realidad confiamos en que de este modo se resuelvan solos y en caso de conflicto siempre queda el recurso de culpar a otros. Esto se debe a que cambiar resulta difícil por dos motivos y, sobre todo, no es tarea para cobardes. El primero es que no percibimos en muchas ocasiones el problema. La lechuza prefiere pensar que a los demás no les gusta su graznido antes que admitir que lo que ocurre es que es muy desagradable y es normal que no guste. El segundo problema es que, asumiéndolo, ni por asomo se le ocurre cambiar, antes prefiere huir y apuntarse al papel de víctima. ¿Cuántas veces hemos oído el manido “yo soy así” para justificar cualquier conducta? El problema se hace más profundo cuando ese “yo soy así” termina convirtiéndose en una sofisticada y dolorosa manera de hacerse daño a uno mismo y a los demás. En este caso siempre será bueno tener alguna buena amiga tórtola cercana.