Cuento Chino

En China, un anciano decidió que antes de morir debía regresar a la tierra que lo vio nacer y de la cuál salió siendo un niño. Para ello se unió a una caravana de comerciantes que viajaban a esa comarca apartada y conocían la ruta. El viejo se encontraba ansioso:
– ¿Ya llegamos?
– No, todavía faltan muchas jornadas- contestaban los mercaderes.
Y así pasaban los días entre la monotonía de la marcha y la ansiedad del anciano. Pero una tarde le dijeron:
– Mira, esas colinas que ves ahí ya pertenecen a la tierra en la que naciste.
El anciano abrió mucho los ojos y su corazón empezó a latir aceleradamente. Un sinfín de emociones nacían en él.
Un poco más adelante se encontraron con unas casas derruidas.
– Seguro que entre estos muros jugaste de niño.
Al anciano se le nubló la mirada y vagos recuerdos infantiles afloraron en su memoria.
Avanzaron un poco más y se encontraron con un antiguo cementerio.
– Aquí estarán enterrados tus antepasados.
El viejo corrió hacia aquellas tumbas y postrado, lloró abiertamente. En su ánimo se mezclaban el respeto y veneración a sus ancestros con el recuerdo idílico de una infancia alegre y lejana.
Los mercaderes no pudieron por menos de conmoverse ante aquella escena, se miraron unos a otros y uno de ellos se dirigió a él que ahora había acabado su llanto y parecía estar en profundo y silente diálogo con sus muertos.
– Verás- carraspeó el mercader- tengo que decirte algo.
– Dime- levantó la vista el anciano.
El mercader miró al resto de sus compañeros y prosiguió:
– La verdad es que todo es una broma, todavía faltan dos semanas para llegar al lugar al que te diriges. Lo siento, pero nos aburríamos y…
Esa noche acamparon allí. El anciano había permanecido en silencio desde entonces y se había apartado de los demás que se hallaban alrededor del fuego.
El mismo mercader que le anunció la broma se acercó otra vez a él.
– En mi nombre y en el de mis compañeros quiero pedirte sinceras disculpas, queremos restituir la ofensa que te hemos hecho y para ello te pedimos que te unas al grupo en torno a la hoguera y que compartamos la cena como hemos hecho hasta hoy. Ninguno de nosotros sospechaba que ibas a emocionarte de esa manera.
El anciano lo miró y esbozó una sonrisa.
– Agradezco tus disculpas, pero no estoy en absoluto ofendido. Para mi ya es un asunto olvidado.
– Entonces, ¿por qué estás aquí solo y abstraído?
– Eso se debe a que me he hecho una pregunta a la que no encuentro respuesta.
– ¿Y cual es?
– Pues me pregunto cómo es posible que emociones verdaderas nazcan de situaciones y hechos falsos.

Una emoción es una respuesta. Somos reactivos y obedecemos a esa naturaleza reactiva.
Si un grupo de personas se juntan para insultarlo, habrá una reacción. Si un grupo de personas se juntan para alabarlo, habrá una reacción. Serán distintas: una dolorosa y violenta; otra satisfactoria y placentera, pero su origen será el mismo: una reacción ante un estímulo. A la mente le es indiferente si ese estímulo es real o inventado, si es sincero o falso: percibe unas señales y emite unas respuestas de un modo mecánico y automático. Siendo esto natural no deja de ser poco estimulante saber lo condicionados que estamos y la escasa libertad que tenemos en cuanto al control de nuestras reacciones. En este hecho de la incapacidad de la mente para saber cuando el estímulo es real o imaginario, reside la enorme vulnerabilidad del ser humano para ser manipulado y para el autoengaño. Basta con que la información que recibe sea aceptable por la mente y se repita, si además el entorno recibe la misma información y reacciona de modo similar, la capacidad de un individuo para no actuar del mismo modo serán casi nulas.
Sabido esto, las antiguas enseñanzas tradicionales siempre aconsejaban valorar primero la calidad de la información y después cotejarla con otras opiniones o puntos de vista no sea que nos ocurra como al anciano y terminemos honrando a muertos ajenos.

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