Egipto es una gigantesca evocación.
Como un escenario idóneo en el que despertar suavemente una memoria sutil y antigua. Una memoria que nos susurra un origen, un propósito, un sentido…
Y ha sido, por excelencia, la Tierra Sagrada. El lugar en el que nació todo y al que siempre se ha de retornar al menos una vez.
Pero Egipto ha sido mirado con ojos de conquistadores primero, de fanáticos religiosos después y, por último, por individuos de pensamiento científico recién estrenado que no dudaron en dotar a la antigua civilización faraónica de marcos de referencia y de respuestas acordes a la mirada y capacidad de comprensión de civilizados ciudadanos de cultura cristiano-occidental y pertenecientes a una civilización capaz de viajar a la luna o de construir máquinas fabulosas pero incapaz de comprender que la inteligencia subyacente en lo creado es infinitamente más grande que sus logros científicos. En cambio aquel antiguo pueblo sí se interesó en explorar las manifestaciones vivientes de la inteligencia divina.
En Egipto se debe tratar de contemplar aquella cultura con otra mirada, dicho de un modo poético, observarlo a través del ojo de Horus, o sea, simplemente a contemplar ayudados en la mirada por la luz del sol y no con la distorsión de Set, el que divide. A sentirlo de un modo ligero y suave como la pluma de Maat y con el propósito del humilde Kephri que sabe que “ha llegado a la existencia” y que a través de ank maat o vida en verdad, “puede llegar a Ser”.