Quien recorre la Vía primero, poco a poco, aparta su mirada del mundo creado por su fantasía, sus ideas, sus creencias y sus opiniones y ello lo hace para poner su mirada nueva en lo Creado, en Su creación. En ella ve orden, inteligencia, propósito, coherencia y belleza.
Después, quién recorre la Vía, pone su mirada en Su Trono. En ese Trono donde se asienta el Rey de lo creado. Ese Trono está en su cuerpo y en su corazón. Por eso pone la mirada en sí mismo. Entonces empieza a conocerse a sí mismo pero no a través de su mente sino a través de su carne, su sangre y su respiración que sí participan de lo divino. La mente nace en el mundo, pertenece al mundo y queda aquí cuando marchamos de la existencia. Por eso la mente no trasciende. Pero para ver hace falta tanto el ojo como la luz.
Dijo Ibn Al Arif:
“ Se te ha revelado un Secreto que durante mucho tiempo te fue velado. Ha brillado un amanecer del cual tú eras la oscuridad. Tú eras el velo que ocultaba a tú corazón el secreto de su Misterio. Si te ausentas de tu corazón Él se asentará en la cima de la Revelación. Da entonces comienzo al coloquio divino cuya escucha jamás aburre y cuyos versos y prosa son ardientemente deseados”.
Dijo un sabio sufí:
Nunca he visto nada en lo que no estuviese Dios delante de eso.
Nunca he visto nada en lo que no estuviese Dios detrás de eso.
Nunca he visto nada en lo que no estuviese Dios junto a eso
Nunca he visto nada en lo que no estuviese Dios en eso.