El amor, desprovisto de fantasía y de emotividad, podemos considerarlo como un tipo de energía muy particular. Es, sobre todo, la energía del vínculo y se alimenta y genera positividad provocando la condición de privilegiar lo que une sobre lo que separa. Es la energía que conduce a la Unión.
En una persona, una vez establecido ese vínculo respecto a otra, es muy difícil que se rompa en el ámbito de lo real. Cuanto más sólido es ese vínculo, es más sutil, y por tanto no provoca ni dependencia, ni apego.
Solo requiere ser renovado a través de la presencia física de vez en cuando y nutrida por la positividad.
La amistad es la más alta condición del amor ya que no suele estar vinculada a la actividad física del sexo que, la mayoría de las veces, contamina a nivel psicológico, emocional, afectivo y vital, la unión de dos individuos.
En tanto la mente necesita separar para reconocer y luego discernir, es lógico que sea extremadamente eficaz en buscar las diferencias y las priorice respecto a lo que es igual. Como la mente está diseñada para seleccionar y optar, categoriza como “mejor” aquello que ha seleccionado y, como “peor” lo rechazado. Esto se debe a que la mente trabaja para la “individualidad” siendo esta una fase de maduración del individuo.
El amor, en cambio, busca siempre la unificación. Es capaz de percibir aquello, por muy recóndito que esté, que identifica como “Uno” a lo que la percepción ordinaria identifica como separado.
Es importante destacar que otros impulsos tanto de índole químico, como la atracción sexual, vínculos familiares o afinidades y empatía, por poner unos ejemplos, son susceptibles de ser convertidos en amor.
Una diferencia sustancial, entre esos impulsos y el amor, es que el amor no necesita recompensas, únicamente ser nutrido. Cuanto el amor es más intenso, más está conectado con la libertad pues carece de deseos, rechazos y expectativas.
El Amor necesita pues tanto al Amante como al Amado. Es un camino de ida y vuelta que nutre y unifica.
Ese es el milagro.