PERPEJLIDAD, REBELIÓN Y BATALLAS
A muchos nos ha pasado que, un día, mirando al mundo, caemos en la perplejidad de no saber si nosotros somos un reflejo de él, o él un reflejo nuestro, o ambas cosas. Me refiero a un mundo donde están integrados humanidad, planeta y demás seres vivientes. Y, a veces, esa perplejidad lleva aparejada el poder contemplar cómo el mundo empieza a desplegarse como un paisaje que se amplía y que se abre descubriendo aspectos que antes nos habían pasado desapercibidos debido a que se muestran adornados solamente de modestia y sencillez. Como si esa fuera su estrategia para proteger la inocencia que le es propia.
Y en ese mundo, y profundamente vinculado a él, desde hace miles de años habita una criatura llamada humanidad, una criatura compuesta por millones de entidades que se perciben disociadas de aquello a lo que pertenecen; disociadas y a menudo en lucha. Esa criatura, humanidad, efímera respecto al órgano que la contiene, la tierra, se ha reproducido ininterrumpidamente hasta alcanzar en esta época un número de individuos nunca conocido hasta la fecha. Y si bien, cada entidad individual que somos vivimos durante un brevísimo soplo, como si fuéramos producto de una respiración, esa criatura llamada humanidad no muere. O al menos, hasta ahora no lo ha hecho; lleva existiendo sobre este planeta cientos de miles de años.
Pero esas entidades individualizadas que somos, al igual que las células de nuestro cuerpo, morimos y nacemos constantemente, pero el conjunto, la entidad colectiva en la que estamos integrados, la humanidad, sigue creciendo, posiblemente con un fin. En 1950, después de las dos guerras mundiales, la humanidad constaba de 2 500 millones de individuos; hoy somos 7500 millones. Tres veces más de entidades con respiración propia para participar en y con lo que respira, con corazón propio para participar y ritmar con y en lo que late, con carne, sangre y hueso para encarnar, con consciencia para acceder a aquello susceptible de ser conocido por medio de la inteligencia que sirve al propósito.
Conquistar su consciencia individual le ha llevado al ser humano muchos miles de años, aunque tal vez, visto desde la perspectiva de los tiempos del planeta que habitamos, eso haya ocurrido hace poco. Y tal vez también sea por eso por lo que el ser humano se aferra y disfruta de su yo, de su consciencia individual recién adquirida, si bien, a veces, le hace estar en guerra no solo con los demás, sino también consigo mismo. Siempre me ha llamado la atención que al neter Kons, la consciencia, se le represente con la coleta lateral de los niños; es como si en el antiguo Egipto supieran que nuestra consciencia individual es muy “joven”. Joven para estar aún en conexión con la inocencia; joven para maravillarse aunque no entienda; joven para intentar conquistar lo susceptible de ser conocido por medios incorrectos e equivocados; joven para poder ser aún confundida y engañada; joven para poder crecer y madurar.
Los egipcios tenían también una diosa llamada Neit. Esta representaba la inteligencia viviente del tejido conectivo, tanto visible como invisible, que mantenía unida y conectada la totalidad de lo viviente y sustentada en un propósito y con un orden matemático y geométrico. Entre sus numerosos nombres, era llamada “la que reúne a los dioses” y siendo femenina, era “dos tercios masculina”. Este principio se convirtió después en el de “Padre, Madre e Hijo”.
Cada viviente es susceptible de participar en la creación continua como inteligencia con conciencia de sí mismo que desde su individualidad puede actuar realizando libremente su función entendiendo y aceptando el servicio al Todo y a su propósito. Por otro lado son vivientes y actúan como tales inteligencias vegetativas sin conciencia de sí mismas que responden al cumplimiento de su función gobernadas por una inteligencia superior que conoce el propósito y las vincula a la matemática y geometría del tejido de Neit.
Y, en medio y participando de ambas, criaturas como la humanidad, compuesta a su vez por entidades en proceso de, por un lado afianzar y completar la conquista ya alcanzada de su individualidad para llevarla a su término y por otro compuesta de inteligencias vegetativas y primarias presentes también en el ser humano que actúan de forma autónoma respondiendo a la reactividad, es decir, el factor principal de su diseño. Entendiendo además que esas inteligencias vegetativas están conectadas a la “gran inteligencia” por razón del tejido común que las contiene y que están presentes en todo lo creado y, por tanto, todas conectadas entre sí y, a su vez, conectadas a un Todo y en un Todo.
Y ahí aparece el conflicto: por un lado mi yo, mi conquistada conciencia individual tan querida que alimento y afianzo de mil modos y maneras; por otro mis inteligencias vitales vegetativas con su autonomía y caracterizadas por la reactividad; y finalmente;, la pertenencia a un colectivo, llamado humanidad- y que posiblemente no sea más que el primer estadio de una pertenencia a otro colectivo más amplio y grandioso- de la que participo en esencia, sustancia, diseño y función, pero que me empuja al conflicto en cuanto que otra entidad individual quiera imponer su yo frente a mi yo, o cuando quiero imponer mi yo frente a otro yo. O cuando la fuerza de mi conexión al propósito divino me impulsa sin remedio a asociarme a fuerzas más elevadas para las que ciertos aspectos de mi yo le son irrelevantes y prescindibles y, por tanto, o renuncio a esos aspectos de mi yo, o entraré en conflicto conmigo mismo pues ese impulso forma parte de mí. Es la fuerza de evolución, es Kepri, el escarabajo “capaz de llegar a ser”; una fuerza presente en todo lo creado.
Dijo el maestro Doménico que somos hijos de la rebelión.
Efectivamente ahí nace la rebelión: rebelión frente a otros yo individuales que se quieren imponer ante mí o que yo me quiero imponer ante ellos; rebelión frente a la humanidad que me lleva a la unificación con lo que no deseo y rechazo y me invita a compartirlo; rebelión ante el impulso que me lleva por evolución a integrarme a fuerzas superiores que ni quieren ni necesitan aspectos muy queridos de mi yo; rebelión ante las inteligencias vegetativas que no comprendo cómo actúan o interpreto mal; rebelión, al fin, frente a mi mismo pues mi conciencia aún en proceso de crecimiento no alcanza a entender el orden y justicia de lo creado y la violento por medio de creencias, fantasías, etc., sin aún comprender que la conciencia solo se desarrolla y puede actuar a partir de lo que es por su naturaleza cognoscible, o sea, viviente. Solo se puede conocer aquello que es susceptible de ser conocido, es decir por medio y a través de la inteligencia inherente a lo viviente, y no por medio de lo que habita en la mente inferior susceptible de alimentarse de cadáveres, es decir del falso conocimiento del mundo, de creencias y fantasías, por lo que nunca produce fruto; es la higuera que fue maldita. La inteligencia solo se nutre de lo vivo y por eso da fruto.
Y no olvidemos que si la consciencia unifica, la mente divide, pues está diseñada para eso; para captar la diferencia y así poder elegir y así, disponer de la posibilidad de poder amar a lo que es diferente y, por ese medio, unificarlo con uno mismo para después integrarlo en la consciencia, es decir, disponer de la oportunidad de conocerlo.
Si esa elección que toma la mente está en sintonía primero con el amor y luego con la consciencia o no, forma parte del ejercicio del aprendizaje del discernimiento y del amor que llevará, o no, al crecimiento de esa conciencia y al crecimiento del amor.
Pero esa rebelión, en sí misma natural, puede convertirse en algo doloroso para el individuo cuando la división en vez de convertirla en suma (para sumar primero hay que dividir), la convierto en resta y declara al “otro” como enemigo. Y así empieza la guerra. Comienza la lucha entre Horus y Set y bien sabemos que en esa lucha Set le saca el ojo izquierdo a Horus. Ese ojo izquierdo es la luz de la luna y la de las estrellas que por la noche, en ausencia del sol, que es el ojo derecho, luchan con su luz para que las tinieblas no dominen en su totalidad por la noche.
Esa luna, entonces es Thot, entendido como sabiduría y percepción correctas; las estrellas son los Hor Semsu, los compañeros de Horus, los que le ayudan. En cuanto se inicia el conflicto, cuando aparece el enemigo, Set deja estratégicamente a Horus sin su ojo izquierdo, sin la sabiduría ni el discernimiento de Thot y sin la alianza con otras fuerzas positivas; lo deja solo con su luz solar, su luz divina, y esa será su única arma si su batalla es justa. Si no es justa, el ojo derecho, la luz divina, no estará presente y su rabia o rencor aparecerán sin la sabiduría y discernimiento de Thot y los aliados serán las fuerzas negativas y no los aliados de la luz, los hor semsu, las estrellas. Al final, sabemos que Thot ayuda a Horus a recuperar su ojo, que su madre Isis, el trono donde se asienta la divinidad, lo ayuda también amorosamente en su lucha, que Neit repara y vuelve a tejer el tejido del Todo y que Horus, al final, vence y vence porque su lucha es justa: está en maat. Si no lo está, Set gana siempre y su forma de ganar es mantener la batalla perpetuamente. Pero cuando Horus gana sabemos que convierte a Set en su aliado, en un elemento colaborador. Es decir, cuando se es capaz ya de no percibir la diferencia ni como una amenaza ni como un enemigo, si no como un aliado del discernimiento integrado en la Luz de Horus, en la sabiduría de Thot y en el trono de Isis.
Desde luego vivimos en un mundo de batalla, pero no es lo mismo estar en este conflicto en el lado de Set que en el de Horus, aunque Horus, por ahora, solo cuente con su luz divina, lo que no es poco. Set puede reclutar a todos los aliados que quiera, pero en cuanto entren en acción Thot e Isis, el mismo Set se fundirá con la luz o terminará abrasado en ella: al fin y al cabo él es también hijo de Ra. Mientras, el sol luce por la mañana y la luna y las estrellas brillan por la noche. Gracias a Dios, todo en orden.
Gracias Sebastian
Articulo que clarifica algunas questiones que tenia. Como siempre muy didáctico.
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